Carlitos "way"


Carlitos “Charly” Fernández salía, con el triste transpirar de un trabajo sin finalizar, a buscar un mundo nuevo en el encierro transportado del subterráneo que le traería de nuevo a casa. Parado, desde el pasamano, oía cuanta historia quería no escuchar y se refugiaba en el recuerdo de una canción vieja que, en silencio, intentaba tararear. Sus ojos sufrían por mirar un escote sentado a contramano y que, de reojo, pispeaba por última una y otra vez.
Yo circulaba en mi auto, categoría “usados”, disfrutando los últimos pesos de combustible que me podía brindar el mes. Escuchaba una canción de radio de la década anterior y me preguntaba el por qué de la muerte del rock and roll. Mirando sin mirar a los pibes, “pidemoneditas”, que de limpia vidrios se me venían encima y, no se bien, me parece que los quise atropellar. Pero la cuestión, es que iba de sentado en mi sillón de mando, navegando en mi “voiture” con el rumbo de mi casa en el radar y el sin rumbo de mi alma en el reloj. Mientras Charly Fernández afloraba en la superficie de un urbano atardecer, yo doblaba en la esquina de la vida que iba de costar la muerte a nuestro protagonista.
Los adoquines de la ancha avenida, que se resistieron por siempre a ser modernizados en el asfalto, acumulaban lentamente el espesor acuoso de una llovizna que empezaba, tarde, a amainar. Yo aceleraba la vida de Charly en mi coche y él quería retrazar la mía sin saberlo. Las sicodélicas luces del boliche de la calle vista de cabeza y dando vueltas lo sorprendió de espaldas y en el aire. El altímetro hubiera marcado cerca de los veinte pies cuando sus ojos negros hicieron contacto a mi vista, el vidrio de por medio marcaba surcos rojos a modo de telaraña. Pero el piso, que no esperaba una caída, lo sorprendió de nuevo con las ruedas de mi vida. Y los adoquines, que drenaban agua, drenaron los últimos restos de sangre que latió su corazón. El mío se detuvo un mísero segundo, suficiente para ser tenido en cuenta, al tiempo que por la ventanilla me devolvían el aire que mis pulmones habían dejado escapar. La orbita de mis ojos volvió a su configuración original.
Carlitos Charly Fernández había visto expirar su vida, su cara era reflejo exacto de mi parecer, hasta el ultimo segundo de existencia pudo contemplar su suerte y el escote, que de reojo perdió, se erizó de piel al comprobar el acto.Yo pude comprobar que el escote estaba bueno, que la vida es un milagro, que es mejor andar en auto que sumergirse en el subterráneo y que, de hacerlo así, es bueno con los últimos mangos tener el seguro al día.
La canción me la olvidé, era de los ochenta, pero la vida de Charly quedó impregnada en el parabrisas de mi memoria. Llegué a casa finalmente y, si bien por unos días no quise salir al mundo, al amanecer siguiente la corbata me llevó al trabajo y este a un escritorio algo abarrotado de papeles. Todo siguió igual menos el subterráneo, que aunque no le importase, no volvería a ver a Fernández por sus túneles de escotes y ojos cansados.


Aldo Baccaro

2002

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