Por última vez


El tiempo pasó, Pablo continuaba con su vida normal. Se levantaba veinte minutos más tarde de que su despertador sonara a las seis en punto de la mañana. 6 A. M. Llegaba como podía a la cocina, servía su taza de café hasta el borde, le daba un sorbo, le ponía en el micro-ondas, iba por sus cigarrillos. Algunas mañanas se bañaba, otras no. Leía las noticias desde el celular, los comentarios en sus artículos online. Entraba al Diario a las ocho en punto de la mañana, casi siempre con esa puntualidad. Prendía su maquina, iba por otro café, en el maldito edificio no se podía fumar. Escribía, bajaba telex, bajaba noticias de otros diarios del mundo, escribía una vez más. Así pasaba el día entero, rara vez salía para almorzar. El atardecer daba contraste a la ventana y la luz del sol cruzaba en fade con las infinitas luces electrónicas de la ciudad. Volvía a salir a la calle, otra vez el colectivo con la misma rutina de la mañana pero de regreso a su departamento. Ascensor, puerta, sensación de casa, aunque vacía. Delivery, depende el día podía ser pizza, parrilla, chino, rotisería “la Mary” o algo que traía al paso de algún local de comidas rápidas, por lo general hamburgueza doble con queso y papas. Solo iba al super los domingos, compraba café, algún vino de oferta, ron, fernet Branca y Coca Cola diet, algunas galletas y un poco de fruta. Los sábados los pasaba como observador en visitas familiares o sociales que le resultaban totalmente triviales.

Durante cada uno de los pasos que daba en el día trataba de no pensar en ella. Pero no podía impedirlo. Cada vez que sonaba aquella canción, una que él le había regalado, pensaba en ella; y cada vez que no sonaba, o sonaba alguna otra canción, también pensaba en ella. Cuando se sentaba en el colectivo, cuando soplaba el viento, cuando se levantaba por el café a la mañana, cuando ocacionalmente se acostaba y tenía sexo con otra mujer, sobre todo cuando le besaban el pito, cuando se bañaba, cuando hacía una pausa en su escritura, cuando prendía un cigarrillo, cuando no podía fumar, cuando antes de acostarse miraba una película que había visto con ella, cuando optaba por una serie de acción que ella jamás vería… pensaba en ella. Ya no soñaba con ella todas las noches, a veces, solo a veces, hasta soñaba con otras. Ya no lloraba, ni en la calle, ni en público, siquiera en privado. Ya no esperaba aquel último encuentro, para charlar, para despedirse como adultos. Ya no anhelaba ningún tipo de reencuentro, de veras que ya no lo anhelaba. Pero aun así pensaba en ella, la extrañaba, si, casi todo el tiempo. Ya siquiera la recordaba tanto, había tirado todas las fotos, las cartas, los mensajes, había borrado y olvidado su email y su teléfono, se había mudado, tanto él como ella. Pero la extrañaba, cada vez que pensaba en ella, casi todo el tiempo. Ya no la amaba, ya no la odiaba, solo la extrañaba. Y siquiera recordaba aquellos últimos encuentros, tan pasionales, entre esquinas, farolas, las lágrimas y la cama. No, ya había dejado atrás todos esos sentimientos y todos aquellos recuerdos que le hacían mal. Era  como si le hubieran amputado un miembro del cuerpo, Pablo sentía que le habían amputado una parte de su ser. Ya no podía escapar de la aceptación de los hechos, ya había pasado esa etapa y había aprendido a vivir sin ella, como aquel que tiene que aprender a vivir sin una mano o una pierna, de la misma manera la extrañaba. Ya no le escribía cartas de amor, ni de desamor en los desvelos, ya no cantaba borracho a la luz de la luna, ya no tenía que golpear las paredes para cortar el impulso de ir corriendo a por ella. Ya no se planteaba todo lo que había hecho mal, ni lo que había hecho bien, mucho menos reprochaba ni festejaba algo de ella. Ya no buscaba explicaciones, siquiera al hecho de seguir pensando en ella. Tan solo vivía, su propia vida, y la extrañaba todo el tiempo.

El tiempo pasó de nuevo, como pasan las horas, pasan los días, los meses, los años. Pablo continuó con su vida de la misma manera que lo había hecho hasta entonces. Tuvo algunos romances, algunos menos lo hicieron olvidar de ella casi por completo. Tuvo altibajos laborales, a veces más profundos, a veces menos, durante meses hizo una vida normal. Bajó de peso, volvió a subir, fumó menos, fumó mucho, nunca dejó ni el café ni la bebida. Más de una vez creyó haberla visto, en la calle, en el subterraneo, desde el colectivo al cruzar una esquina; pero nunca era ella. Nunca más Pablo pudo verla llorar, ni reir, era tan bella cuando reía, nunca más pudo escucharla gritar. Nunca, jamás, Pablo volvió a verla tener frío, emponchadísima, sentir ganas de abrazarla. Nunca más la vió en verano, al sol, su piel, su cola. Nunca más vovlvió a sentir sus labios, ni sus manos, ni tuvo ganas de hacerle el amor ante un impulso generado por la sola proximidad de su cuerpo. Nunca más volvió a dormir apretado junto a ella.

El tiempo pasó una tercera vez; y pasaría varias veces más antes de cesar con esa acción tan repetida que  tiene el tiempo al pasar. Juan fue feliz, si lo fue. Vivió una vida tan plena como normal, asado con amigos, aquellos que lo acompañaron a cada entierro de los viejos de la familia. No se volvió a enamorar, pero lo intentó muchas veces; cada vez que tuvo la oportunidad. Ganó varios premios, escribió dos novelas, una inspirada en ella, llegó a Jefe de Redacción del Diario. Lo indemnizaron,  se retiró a aquella casa en las afueras de la ciudad que siempre había soñado. Plantó plantitas, dos árboles, crió siete perros, todos rescatados de la calle, y  tuvo tres gallinas que ponían huevos. Por las noches tomaba whisky frente a la enorme chimenea y se sentía pleno. Había hecho todo lo que un hombre debía hacer en la vida. Hasta pudo ver jugar a sus nietos en la galería que daba al jardín. Pablo vivió, extrañándola  hasta el último minuto, hasta el último suspiro de su vida, la llevó en el alma como a un fantasma hasta que lo acompañó al cementerio por última vez.


Aldo Baccaro

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