Llegué a París el 4 de Marzo de 1996, a eso de las diez de la mañana. Vestía botas negras -porque ocupaban mucho espacio en el bolso. Creo que fue la última vez de tres o cuatro que vestí botas- jeans, dos remeras superpuestas y un sobretodo negro. Mi equipaje consistía en un bolso grande, una mochila y mi guitarra. Ya había estado en parís así que me reí de los dos taxistas que ofrecieron llevarme y tomé el autobús. Conecté una vez mas Deep Purple a mis oídos y repasé una película imaginaria de mi vida hasta el momento de bajar de ese avión. Lo que quedaba atrás... una mujer prohibida, otra perdida, amigos, noches de borrachera, un tonto amor y uno anterior, noches de depres y melancolías impropias para un adolescente, tres noches de placer con rameras baratas... mis amigos. La despedida. La mujer prohibida, rubia, bella, con un culito hermoso, muy redondo, su bikini gris, sus ojos claros, la pileta, la noche... la era de la boludez.
Lo único que extrañé fue a mis amigos. Las borracheras cambiaron de estilo y el amor pasó a importarme poco, de la rubia un lindo recuerdo y la seguridad de que si algún día me la cruzaba me seguiría quedando con las ganas de llevarla a la cama, la depre volvió pero mejorada.
No tardé mucho en adaptarme a la vida en París, si es que me adapté realmente. Me albergué en lo de una familia amiga de la mía: 29, Av. Rapp, cuadra y media de la Tour Eifel. Mi cuarto era más grande que mi departamento de Buenos Aires, una cama, un armario, un escritorio, un par de lámparas, una ex chimenea con espejo y una biblioteca enorme cuyo único defecto era que sus libros estaban en francés y, por supuesto, yo no hablaba francés. Desde la ventanilla, ubicada en la parte superior del cuarto -puesto que este se hallaba en una especie de subsuelo- , podía divisar la mítica torre con su vestido de noche. Sin embargo, por aquellas noches recordaba una mujercita vestida de fiesta para un domingo sin misa; una pequeña mujer que era mi excusa por ser tan débil. De eso se trataba París: de no poder amarla. Pronto la olvidaría pasándome de copas en el Violin Dengue.
El recuerdo gris de París, un hermoso gris, si no es el más hermoso es el único gris de los recuerdos que puede ser bello. Gris... No estuve más de un año en aquella ciudad, de hecho bastante menos, pero hay algo entre aquellos adoquines siempre húmedos que atraparon parte de mi alma. A veces, mientras duermo, esté donde esté, suelo escaparme un rato de mi cuerpo para volver a recorrer aquellas calles, sobre todo por las noches, cuando París se convierte en guarida de almas como la mía.
Ana María vivía en París, hay quienes dicen que todavía vive allí en el mismo apartamento de Saint Ouen, lo cierto es que nunca mas la ví. Estábamos en Pont D´alme mirando el río sin hacer nada mas cuando de pronto dijo: “todas las Almas tristes vienen a refugiarse a París, algunas llenas de gracia, otras tan solo con vestido de infelices”. Me contó su historia, la que quise creer, no solo por el afecto que comenzaba a tenerle, sino porque debía ser mas interesante que la verdadera. Ana María provenía de una familia terrateniente de la campiña Colombiana. En alguna Villa de nombre que hoy no recuerdo, el padre de Ana María era el Señor de los Señores, el Patriarca como le decían, hasta que un cartel de drogas se apodero del lugar con sus “Fierros” y sus “Narco- Toyotas”. Obviamente la historia comienza con el asesinato del padre, lugar que ocupa rápidamente el jefe del Cartel, esclavizando a Ana María para su servidumbre y casándose con una de sus hermanas para legitimizar la situación. Ella y su Madre logran escapar años mas tarde sin encontrar nunca ni justicia ni el refugio adecuado. Ana María conoce entonces un agente de la Dea que le jura protección, con el que termina teniendo una hija que luego secuestraría su hermana- la esposa del Jefe del Cartel- y que, cuando la conocí, todavía no había podido recuperar. De aquel episodio resulta inevitable la fuga que luego de algunas peripecias y algunos polvos como pago la llevaría a Paris, donde se reencontraría con su agente de la Dea, tendría una hija mas y se casaría. Así conocí a Ana Maria, limpiamás de día, ángel de noche que sueña y sueña, una persona sencilla que alguna vez formo parte y fue, que ya no soñaba con volver a ser, sino que quería construir. Supe después de varios años, que había recuperado su hija, que se había separado del agente de la Dea luego de cumplir en carne con el pago de haberle salvado la vida y que aparentemente era feliz. De seguro otra historia que haría best seller a algún escritor, pero quien les escribe quedo atrapado en otra trama, una que se quedó en el Puente del Alma. Que ironía me resulta hoy recordar que una princesa murió en un confuso episodio años mas tarde en el mismo lugar donde aquella tarde Ana Maria me contaba su vida.
Para ser realmente sincero, debo confesar que tampoco di demasiada importancia ni a Ana María ni a su vida por entonces desdichada, solo me gustaba pasar el rato, escuchar sus historias en español y poder olvidar por momentos todo lo que me había llevado a estar en un puente con ella. Debe ser todo por amor… o por la falta del mismo… o que se yo. Durante tardes enteras reflexione sobre el sentido del amor. Solo llegada la noche y luego de entregarme a las copas, al chapuseo de varios idiomas, a los besos de alguna polaca y al consumo de alguna droga liviana, podía entretener mi mente en algo más. En una de esas noches, volviendo del bar, ebrio y tambaleante caminando por el borde de la rivera, fue cuando volví a ver al ángel que me convirtió y me mantiene inmortal. Fue una noche fría, muy fría, no fue una noche mas, lo vi. No me habló, pero había, aunque suene cursi, algo en su mirada. Ese algo hizo que el frió se apoderara de mi cuerpo y que en el ambiente hiciera calor, él irradiaba calor, pero su imagen me congelaba, se mantuvo así un lapso de tiempo indeterminado, solo me miró, luego se fue. Apareció una noche después de esa, en otra historia que contaré, o no, más adelante.
A la tarde siguiente descubrí mi misión. Estaba sentado sobre la explanada de Trocadero, una vez mas sin mucho que hacer más que mirar la gente pasar. Eran miles de personas que visitaban aquella torre de acero clavada y mantenida como si fuera el centro del universo. Iban y venían gritando en fácil treinta idiomas diferentes haciendo millonario a Mr. Kodak. Entonces recordé mi encuentro nocturno con el ángel, sencillamente lo supe: Debía lograr mostrarle al mundo su otra cara. Esa era mi misión, mi verdadera vocación, para ayudar a convertir buenos sueños en vida. Lo cual implicaba, sin dudas, seguir soñando y viviendo, puta… si se hace difícil por momentos.




Continuara




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