Volví a buscar la vida y me quede sobreviviendo.

Aunque para algunos debiera ser feliz con ello.

Miami, fines de mayo del 2004, camisa hawaiana, bermudas, alpargatas, un par de tragos y media jarra de cerveza a cuenta; me encontraba bailando en trencito con un par de Queen´s en medio de la Ocean Drive cuando suena el celular: mi novia desde Buenos Aires me informaba que iba a ser papa…
Me casé en una hermosa finca de la Pampa húmeda, invitados de honor, luna de miel por todo el Uruguay, ella de blanco y yo de estricta etiqueta, el automóvil iba por la ruta flameando cintas desde un cartel de “recién casados”. Mi cargo en una secretaría de gobierno no era mi sueño pero pagaría los costos de haber pasado tan rápidamente de ser un atorrante a padre de familia. Yo que era hasta entonces un creativo, que sumaba el arte a la rapidez de un ejecutivo, aprendiendo a ser burócrata en un juego llamado política. A los tirones llevaba el día a día intentando convivir con mi nueva mujer. Si hay algo que me quedaba de la adolescencia era el odio por la mediocridad representada en el empleado municipal y por la hipocresía de la política siempre de turno pero poco renovada; idealismo que se esfumaba en la mixtura de volver a casa y una panza que crecía de manera incontenible- dos- la mía y la de ella. Esos latidos que acompañaban las imágenes del ecógrafo eran los marcadores del ritmo sobre el que mi corazón se fusionaba a mi cabeza. Había que dejarse de joder.
Era una noche de verano, mientras seguía “mi “ embarazo, planeando la fiesta de año nuevo que por primera vez iba a unir una familia, cuando entre copetines y asados sonó la alarma que no debía de sonar. Me encontré solo, entre corridas desesperadas, llantos, insultos, gritos, humo, sirenas, empujones, gente que sin querer… se estaba muriendo. Me encontré solo, sin querer darme cuenta, en la coordinación de un operativo que no ordenaba el caos para una limpieza en el parque, sino que debía intentar, sin saberlo, que la gente, casi todos chicos, no siguiera muriendo. Y se morían uno tras otro, nada podía yo hacer, se morían o venían muertos. Con el solo objetivo de encontrar la pista, corrí desesperado al encuentro de un compañero con mayor experiencia que divisé en el tumulto con la vista partida, él, en una lágrima que no terminó nunca de caer. Fue allí que tomé conciencia de la situación que , por ejemplo, me mostraba como la única persona que conocía determinados elementos a saber, pero que fueron tardes al enseñar. Demás esta narrar, o querer describir, la culpa de no haber llegado antes. Solo me quedó contar los primeros muertos evidentes y escuchar los pronósticos nefastos. Mi formación de periodista, no se vio tan frustrada a la hora de intentar, por todos los medios y técnicas, mantenerme afuera de la situación y ver mi alrededor como un informe de televisión. aunque mi grabadora haya sido el disco rígido de mi memoria.
Lo que siguió a tres días de dolor, de trabajo forzado por querer recuperar, o no perder, el honor y la dignidad de las familias de los muertos, fueron voces que hablaban de estrategias que yo no podía entender. Yo seguía contando muertos, que para ellos que se tuvieron que volver de “afuera” eran hechos del pasado… y ellos hablaban del futuro, que era producto de la repercusión política y que habría de combatirse con estrategias maquiavélicas interpretadas por falsos Martín Fierro. Yo seguía sin entender nada. No entendía por qué me degradaban, de manera personal, cuando había mostrado mi hombría, mi heroísmo, mi valor, poniendo la totalidad de mis recursos personales y robando horas al sueño que entonces se había convertido en lujo, al servicio de un gobierno que decía ser fuerte pero que estaba colapsado, frágil… y de una sociedad congestionada. Abandonando mi reciente familia y el cuidado de mi futuro hijo, serví fervientemente a las familias de otras victimas, porque no podía saber que mas tarde me daría cuenta de que yo también me sumaría a los perdidos. Cuando un policía me labró una infracción por estacionar sobre Bartolomé Mitre mano izquierda a las 23 :30 de esa noche, no quise darme cuenta, cuando un controlador me obligo a pagarla a pesar de mis explicaciones, tampoco quise darme cuenta; fue recién cuando a nadie pareció importarle que empecé a caer lentamente.
No esperaba un premio, porque al fin y al cabo ese era mi trabajo; no esperaba disculpas por ciertos agravios, porque entendía los momentos de nerviosismo; no esperaba felicitaciones, pero si el reconocimiento. La comunicación se fue cortando, ellos hablaban otro idioma. Entonces la política trajo nuevos jefes… y nuevas historietas. Otra vez yo hablaba de la gente y ellos de la “caja” y de los “vueltos”. Mientras que el equipo, que supo ser el “dream team”, corría desesperado, vino el “enemigo” a ofrecerme una mano. Queremos que continúes- me dijeron; pero ellos también hablaban otro idioma. Querían que los ayude en una especie de nuevo imperio. Sin entender, de nuevo yo, quien era el malo y quien el bueno.
Me acurruqué en un sillón, en la comodidad de mi hogar que todavía podía mantener y que servía de refugio a ese nuevo niño… y al viejo (por lo de niño) que llevaba aun en mi interior. Dormía mi reina, dormía mi príncipe, y yo sabía que de rey no tenía nada. Me acurruqué en un sillón buscando el alma en una botella de cabernet, mirando con algo de esperanza, aun, una sesión parlamentaria donde sesenta tipos se abanderaban los ideales del que yo todavía creía mi pueblo. Algunos, de estos sesenta, alguno joven quizás, debía decir algo de todo eso que carcomía mi cerebro. Me sorprendí realmente, mas bien quedé estupefacto, al escuchar verdaderas barrabasadas que nada tenían que ver con la cuestión que atormentaba a miles de los “nuestros”. Pero solo por un momento, hoy sé que fue tan solo por querer creer en algo, creí en un tipo que lloraba y hablaba de una ahijada… quise ayudarlo, quise creer que se podía hacer algo. No quería resucitar a nadie, tan solo quería que en mi cabeza no se siguieran muriendo. Pero había entendido todo mal… el tipo también hablaba en otro idioma.
Empecé entonces, a luchar mi campaña, clara, concreta: “que la gente no siguiera muriendo”. Perdí. La gente siguió muriendo en geriátricos que no fueron prioridad, en esquinas que no son corredor turístico, en construcciones que suben los índices de producción. Ellos salían en el Clarín, muriendo, y yo perdía. Perdí con los que me hablaban de “gestión de gobierno” y recurrí a los que solieron acompañarme en mi vocación juvenil… perdí, también, ellos también hablaban otro idioma. Créanme que cuando digo otro idioma, es porque realmente yo no les entendía nada y ellos no me entendían a mi, siguen sin hacerlo, por mas de mis esfuerzos por expresarme igual a ellos. Perdí.
Los nuevos de la política, los salvadores de la gestión de gobierno, los renacentistas, me echaron a la calle poniendo llave a la puerta no sin antes haber besado la frente del ”que hermoso tu bebe”. Los del equipo, los buenos, los que no tenían la culpa me dieron la espalda, o me dejaron atrás, excusándose en mi falta de dominio del idioma, ese que yo no puedo entender. Pero así y todo, hay un flaco, bastante cuestionado pero que juega a ser el gran administrador en el edificio de este cuento, que no para de repetir de memoria aquellos argumentos que, esa noche, tarde en enseñar, fui transmitiendo por medio de sus asesores; y que, evidentemente, el tardó en aprender o le tardaron el llegar. Sin embargo, el “flaco” y yo, solo nos conocemos por la foto de un hermoso bullterrier que nada tiene que ver con el aunque le dé comer. Sin embargo el flaco, dudo que conozca de mi existencia. Sin embargo el flaco, también habla en otro idioma… y yo, sigo perdiendo.
Así me quedé con el sueño inconcluso, yo que volví a mi… patria, a mi país, a mi pueblo, a hacerme cargo, formar parte y regalarle una familia mas a la Argentina. Porque Miami todo bien, pero no iba a darle un rubio mas a los gringos. A mi nunca me importo la legalidad, siempre creí en la legitimidad, pero a mi hijo nadie podía llamarlo “ilegal”. Esta era mi casa, este mi pueblo, pero yo que trabajo desde los 15 años y tengo casi treinta, como que del polvo venimos y al polvo volvemos, volví de asesor de gobierno a repartir pizza, en el medio también me gradué en la universidad. Y no me gusta mi situación. Así que voy a contarles por qué los jóvenes prefieren vivir ilegalmente fuera de este país: porque tienen todavía una esperanza de vida; porque sobrevivir, como dije no hace mucho, era hasta entonces cosa de animales… ser ilegal, pero persona al fin. Porque los cromagnones en el otro mundo son culpa de los terroristas y no de la estupidez pasional, generalizada, del que ni siquiera puede ser mediocre. Y la verdad, es que prefiero ser botones en Miami que asesor de gobierno en Argentina, lástima que en Miami se avisparon que fui Ibarrista y ya no me dejan entrar.

Atentamente….
El que era Uno mas y hoy es uno menos.

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