Ultimo borrador de "la última Carta"


#LAULTIMACARTA
Como la luna con sol:
Todas las rosas blancas que rueden a tus pies
quisiera que mi alma las hubiese brotado.
Quisiera ser un sueño, quiesiera ser un lirio,
para mirar de frente tus grandes ojos claros.
Que mi vida tuviese una luz infinita,
joya de los senderos que adornara tu paso;
quisiera ser orilla de flores de ribera,
por irte acompañando, por irte embelesando.
El paisaje sin nombre de tus ojos perdidos,
el agua para el sitio ¡último de tus labios !
- tierra del mediodía, donde tú descansaras -
la paloma inmortal que alcanzaran tus manos
#JuanRamónJiménez.

Para febrero del 2008, había recorrido tantos kilómetros arriba de ese micro de gira con la banda de rock, que soñaba con las rayas blancas de la ruta. Había, también, llegado el momento de bajarse. Mi aburrimiento constante durante los shows era suficiente prueba, ebrio o sobrio, con o sin grupies en mi cama, el final del tour había llegado para mi. Habíamos navegado un trayecto importante, y cada vez más gente se había sumado a la tripulación; era evidente que ya no me necesitaban. Así que sencillamente me bajé.
Con el dinero que había juntado, compré un viejo bar de Almagro y lo reacondicioné como un pub nocturno. Lugar para juntarme con amigos a tocar la guitarra, jugar al pool, emborracharme, hablar boludeces y de paso hacerme de unos pesos como para mantenerme sin problemas. Conseguí el flipper de “Terminator”, buenísimo, lo instalé al final de la barra.
Con mis amistades, músicos y artistas locales y la mano de un gran amigo, no tardó el local en transformarse en el parador obligado de todo rockero que hubiera en la ciudad. Era un verdadero club de rock, aunque para los íntimos solo fuera un club de amigos que me daba de comer. Si, otra vez mucho sexo, alcohol y rockandroll. Pero, como en una playa nudista, todo deja de ser atractivo pasada la primer media hora.
Como dije, recibí la mano de un gran amigo, al cual terminé por asociar, así  nos turnábamos el manejo del bar y pudía dedicarme un poco a mí, a viajar, a escribir, incluso logré terminar algunas canciones, animarme a cantarlas en vivo y juntar mi propia banda, con la cual dí varios conciertos y grabé algún que otro demo que anda dando todavía vueltas por internet… “Las Cucarachas Enojadas”.
La primera vez que la ví, todavía era temprano. Recién abiertos, por la puerta del bar entró una rubia preguntando por mí. Me confesó que leía mi blog de poesía y que quería conocerme. Se llamaba Julieta. Lo primero que pensé fue que era una joda… pero no se me ocurría de quién, aunque sospechaba de mi hermano. Luego, pensaría en el destino y ese tipo de cosas…. Era muy bonita, demasiado para mi targuet de rockeras. Me gustó al instante y parecía que yo le gustaba a ella (Me había ido a buscar). Pasaron las horas y llegaron sus amigas, mi socio, mis amigos y una centena de habitués del local. Pero yo solo pensaba en ella y todo lo que haría con ella. Tambien,  pensé que era una joda de mi socio. Ella solo pensaba en mí, la amiga le hablaba y ella me miraba y pensaba todo lo que haría conmigo. La hora de irse, la agarró desprevenida. Justo cuando intentaba darle un beso. Una amiga la agarró de la cintura y la metió dentro de un auto para ir a buscar a otra que se había peleado con el ex y no paraba de llamar llorando.
Hoy, es como si ya no existiésemos, ni ella ni yo, ya no estamos. “Lo nuestro”… no existe. Pero en aquel momento, donde nuestros ojos se besaron al viento por no poder hacerlo nuestras bocas, todo fue majestuoso. Un extraño sabor se apoderó de mis labios no besados, la cabeza me explotaba, las ansias, las ganas, realmente me gustaba y me daba cuenta de que también le gustaba a ella, sabía que faltaba un poco, muy poco, para estar haciendo el amor los dos solos en algún lugar del planeta, aunque el lugar era lo que menos importaba. (¿Cómo es que después de hacernos tanto bien y luego lastimarnos tanto, ya no sentimos nada?) Estaba enamorado. Así, pum, de golpe.
Al día siguiente, nos la pasamos hablando por #msn y la invité a cenar. Mi socio me hizo la segunda en el bar, tenía toda la noche para ella. Cuando sonó el timbre, apagué la hornalla y dejé que la olla de hierro hiciera su magia ancestral en cocción pasiva. Abrí la puerta y le dí un beso, sin más preambulos. A los besos entramos y llegamos al sillón, donde la miré fijamente a los ojos y pronucié la siguiente frase: “vamos a juntar hambre a la cama”. Durante años, Julieta diría que fue la frase más grasa que escuchó en su vida, pero en ese momento fue efectiva. Hicimos el amor y me di cuenta de que hasta esa noche- yo- pocas veces había hecho el amor. Cenamos en el piso del living, sobre la mesa ratona, entre besos y risas y el darnos cuenta de que empezábamos en ese momento una hermosa historia de amor que- pensábamos- iba a durar para siempre. Pero como ya les dije- y perdón por repetir tanto la palabra amor- ninguna historia de amor termina de forma feliz.
En el invierno del 2012, luego de no habernos separado ni una noche en varios años, llegué a mi casa de madrugada y la sentí vacía. Al principio no entendí por qué, pero una fuerte angustia se apoderó rápidamente de todo mi ser. De toda mi alma.
La mesa estaba fría, quizás por eso se enfrió el té cuando apoyé la taza (con su respectivo plato y cucharita). El saquito, aún dentro, parecía estremecerse. Era como si intentara gritarme algo. Quizás un “¡No me tomes!”… si, me estaba volviendo loco. La taza y el plato hacían juego, antigua pieza de la vajilla de loza de la abuela (materna, por si a alguien le importa). La cucharita no, tendría que haber sido de plata, con falsos bordados sobre el mango, pero era una simple y sencilla cucharita de latón que me había robado a modo de suvenir, seis años antes, de un avión, cuando todavía daban cucharitas de latón en los aviones.
Me pregunté si todavía Julieta me amaba. Si me hubiera preguntado en ese mismo momento, en cambio “¿Qué carajo hacía tomando un té?” la respuesta hubiera sido fácil. No lo hubiera tomado. Pero la pregunta qué acababa de formularme… esa no la podía responder. La penumbra del amanecer apenas se filtraba por la cortina del comedor… ¿qué carajo hacía tomando té? Pero lo tomé, aún frío, con limón. La próxima vez que hubiera de tomar té, lo haría con unas gotitas de ron, o escocés, o algo más fuerte y con más ánimo que el limón. Puto limón. Bebí la segunda mitád del té de dos sorbos cortos pero fuertes. Qué depresivo me resultaba imaginarme, como un tercero observador, sentado a la mesa tomándo el té. Se me ocurrió pensar que era muy probable que fuera la misma depresión la que me hubiera inducido, sin dudas, a tomar té… encima con limón- “como las viejas”- pensé.
La hoja de carta, que supo ser doblada al medio, estaba entonces abierta sobre la misma mesa fría. Y cómo no iba a estar fría la mesa con esa hoja, que contenía esa nota, que hubiera podido ser una carta, que quizás lo intentó, pero que solo contenía dos míseras lineas que decían algo así como "no sos vos soy yo", pero que significaban un total y definitivo abandono por parte del destinador al destinatario de la misma. La parte destinadora tenía nombre, claro que yo sabía quién había escrito esa carta y sabía, también, perfectamente, que esa carta iba dirigida a mí (a quién más si no). No obstante, incluso habiendo abierto el doblez de la única página hacía ya tres días, no la había leído, ni había querido leer mi nombre en el dorso, ni el nombre bajo las dos únicas oraciones.
"Julieta". "Julieta" decía bajo las dos únicas líneas, sin post data, sin mayores explicaciones, sin deseos, sin cariños, sin besos, "Julieta", a modo de un enorme punto final. 
Sabía que, si revolvía en los cajones de la casa, mismo en los de aquel aparador que se encontraba frente a mí, encontraría otras notas de Julieta en papel carta un poco más simpáticas. De esas que dicen "te amo, nunca te voy a dejar", “Nunca te voy a olvidar”… “Para toda la vida”. Seguro había varias de esas hojas escritas con dos líneas bastante más simpáticas en los cajones de la casa. Pero esa nota sobre la mesa fría era la última, y en esa me dejaba, y esa era como un “quiero re tuco” con un ancho de espadas por sobre las demás, un “quiero vale cuatro” mezclado con “falta envido”, esa terminaba la partida. Cómo competir contra esa. Ni con cuarenta cartas juntas incluso de tres o hasta cuatro líneas, ni con aquellas que completaban líneas a página completa, siquiera con aquellas con post data, ni le hubiera hecho justicia aquella cuya post data rezaba textualmente, sencillamente y únicamente: " TE AMO". No, si allí estaban esas otras cartas, pero no tenía ningún sentido ir a por ellas.
“La historia es como la histeria”- pensé- “siempre cambiante”, siempre nuestra”. Inmediatamente, recordé algunas de las últimas palabras que me había dirigido Julieta en uno de nuestros últimos encuentros: “Nunca sentí a nadie como te siento a vos” (hija de puta- pensé- HIJA DE PUTA con mayúsculas). Entonces… ¿Qué hacía esa hoja doblada al medio sobre la mesa fría? Se me ocurrió, de pronto, que la palabra resentimiento estaba compuesta por “re” y “sentimiento”, y se me ocurrió también que algo debía de tener que ver en aquel asunto.
Sin embargo, aquellas otras hojas de papel en los cajones explicaban o justificaban- si se quiere- la razón de por qué aquella última nota seguía allí en la mesa, luego de tres días, prácticamente sin tocar. Tenía la impresión de que, si la guardaba en alguno de los cajones, en cualquiera de los cajones de la casa, impregnaría las demás cartas, las demás notas, las demás líneas, las demás palabras, el resto de los "Julietas"… aquella última hoja de papel se las comería vivas, una por una, crudas,  o todas de golpe, o incluso saltando de cajón a cajón. Entonces, ahí seguía la carta por temor a hacerla un bollo. Por temor a tirarla al tacho y luego salir corriendo a las dos de la madrugada tras el camión de la basura en busca de aquella última "Julieta". Allí, en el medio de la mesa fría, estaba la hoja de papel, que supo ser doblada al medio, pero que yacía abierta, por temor a ser quemada. No vaya a ser cosa que me arrepintiera en el intento y me terminase quemando las manos con el fuego para quedarme- encima- solo con media carta, con media nota, con medio pedazo de papel, incluso ausente ya la firma de Julieta entre las primeras cenizas. Allí estaba la hija, abierta, no leída.
El jueves anterior, a la noche, había llegado del bar y me había dado cuenta al toque. Había sido una noche tranquila en el bar, abrí la puerta del departamento y lo presentí enseguida, lo supe de inmediato, Julieta no estaba allí. Corrí hasta el cuarto, para encontrar la cama perfectamente tendida, cama dónde muchas noches antes habría encontrado un revuelto de sábanas y mantas y cobertores y almohadas, de entre las cuales, se asomaba siempre la cabellera rubia de Julieta. Abrí el placar, el “nada de ropa” casi me tira de espaldas al piso. Retrocedí en mis pasos y volví al comedor. Allí, sobre la mesa, el mueble más frío y cruel de la casa, estaba la carta. Una hoja doblada al medio con mi nombre en el dorso. Apenas si logré abrirla, distinguí dos líneas y una firma que muy posiblemente fuera la de Julieta. Pero no pude leerla, tan solo me senté de lado y dejé que las horas corrieran solas, sin más, por el resto de la casa hasta que ya fue muy de día y me ganó el cansancio. No soñé con ella. Solo dormí hasta que se hizo nuevamente de noche.  
Tres amaneceres más tarde segía allí, junto a la mesa, me había preparado un té, con limón. Prendí un cigarrillo, me dí cuenta de que mis dedos también estaban fríos. Y ¿si tiraba la nota por el inodoro?... no, sabía perfectamente que había una tapa de cloaca en la planta baja. Podía imaginarme, como si fuera un hecho consumado, buscando aquella hoja de papel entre la mierda bajo el piso del hall del edificio. Tenía casi un mínimo de conciencia sobre lo patético que era todo de mí en aquel momento. Sentado de lado a la mesa, contra la pared del comedor, la pared contraria a la ventana, de lado del único sillón de una plaza, en diagonal a la esquina donde estaba la mesita con la televisión. ¿Julieta se habría ido por que el único sillón era de una sola plaza? Habíamos pensado varias veces en cambiarlo. Sin embargo, el aprecio por aquellas noches dónde, gustosos de apretujarnos, compartíamos el sillón para ver alguna peli en la videocasetera nos había hecho tomarle cariño, ese mismo  aprecio que hoy se transformaba en nostalgia, ese que hizo que primero la video se transformara en DVD, para poder ver más películas juntitos y agazapados los dos.
Fue un segundo, como una ráfaga de fresco en la nuca, una milésima antes de desviar mi atención sobre el sillón de una plaza, y me preocupó de sobre manera. ¿Estaba pensando en suicidarme, o solo fue una negativa retórica a la ocurrencia disparatada? ¿Por qué se me había ocurrido siquiera? ¿Era una solución posible al problema de la carta? ¿Lo estaba pensando realmente?
Terminé el cigarrillo, no lo apreté con fuerza sobre el cenicero, tan solo lo apoyé en el borde y dejé que se terminara de consumir por sí solo. El olor de la colilla quemada no me molestó, aunque si lo noté. Pensé en que si Julieta estuviera en el comedor en ese momento se molestaría. "Y qué"- pensé a su vez- "Si te fuiste, Hija de Puta, si me abandonaste”... Entonces, recién entonces, me di cuenta de que se había llevado el DVD. La Hija de Puta se había llevado el DVD. No podía ser más mala, más morbosa, más hija de puta… ¿Para qué se había llevado el DVD? O sea… no vaya a ser que mirara películas yo solo… sin ella… o, acaso, la hdp pensaba que podía ver películas con otra.
Con una mueca, de alivio, de bronca, de tristeza, de ironía o de todo al mismo tiempo, me levanté de la silla. No fue una tarea tan fácil como se supone, tuve que apoyar una mano en la mesa en busca de equilibrio, falto de abdominales o quizás por cansancio. Con esa misma mano, tomé la carta y la hice un bollo. La tiré contra la pared, con fuerza, justo hacia la misma esquina donde estaba la mesita con la televisión, donde supo estar la video, donde ahora ya tampoco se encontraba el DVD. Y volví a recordar la misma escena del sillón, con mucha más angustia, una que anudó mi garganta al punto de sentir que me faltaba la respiración. Me imaginé los besos que le daría en el cuello si en ese momento estuviéramos mirando una peli los dos juntitos en el sillón de una plaza, su olor, mi pene a media máquina, su cola franeleándome… ¡La hija de puta se había llevado el DVD!
El nudo en la garganta fue mayor que las fuerzas necesarias para llorar. Sin embargo, de alguna manera rompí en un llanto desconsolado que hoy me resulta incómodo de contar.
Hacía ya unos meses de aquella vez, cuando nuestra discusión no fue discusión. Debí darme cuenta, cuando una pareja ya no discute, sino que conversa argumentos como dos científicos que debaten una investigación, es porque la pasión se apagó por completo. “Qué lindo sería volver a encontrarte, volver a conocerte”- le dije suavemente- “Como si fuera la primera vez. Necesito saber qué pensás. Ya no sos la misma. Me pedís que cambie. Aunque no lo hagás, si cambiás vos cambiamos los dos. Yo no quiero que cambiemos”.
-Yo siempre voy a estar ahí para vos, pero no en este momento, perdoname. – Me respondió.
- Sos mala. No seas mala… ¿Qué me querés decir con eso, que me vas a dejar? – ella solo calló como respuesta. Yo estaba seguro de que por más mal que estuviéramos ella no iba a dejarme nunca. No podría.
Con mis manos sobre el piso, de rodillas y en posición de cuatro patas, dejé que el llanto se apodere de mí. Súbitamente, me encontré preso de una tremenda sensación, o realidad, de impotencia al no poderlo detener. Al borde de la demencia, abandoné totalmente cualquier pedacito de orgullo u amor propio que pudiera quedarme. Las lágrimas de tristeza, congoja, nostalgia y rabia se mezclaban en esa especie de fuente que despedía cántaros de mis ojos. Comencé a golpear el piso con fuerza, una y otra vez, con ambos puños al mismo tiempo, sujeto a todo mi berrinche como un nene de cinco años. Grité “mierda” varias veces –no recuerdo cuántas-  aumentando el volumen de mi grito en cada vez.
Todavía en cuatro patas, fui en busca de la carta. Aquella nota, aquellas líneas escritas en una hoja de papel que supo ser doblada al medio, luego abierta y luego hecha un bollo y arrojada contra la pared, aquella que había ido a parar justo en medio del enredo de cables tras la mesa de Tv. Pude haberlo anticipado, era casi cantado, era quizás lo que tenía que pasar, o producto de considerarme como un verdadero pelotudo. “Crónica de un accidente anunciado”. Cuando pasé la mano por debajo de la mesita donde estaban la Televisión y donde no estaba más el DVD, en vez de dar con la carta di con la extensión eléctrica- esa que solemos llamar “zapatilla”-  donde se encontraban enchufados todos los aparatos. Y me electrocuté, claro, si no podía ser de otra manera. Me electrocuté y mierda.
Blanco. Negro. Blanco. Flash de luz. Blanco. Negro. “Pe… lo… tu… do”…
Solía susurrarle al oído que yo era de ella y ella era mía. Mientras, hacíamos el amor. Pero ella no quería creerlo, o no podía, y por las dudas, salía corriendo cada vez, para cada vez tardar más en regresar. Se sentía mal en nuestra casa, esa cuyo comedor tenía el sillón, la mesita, el TV y el DVD. Se sentía incómoda en nuestra cama al momento exacto donde dejábamos de transpirar. Y yo, que me creía un titán cada vez que hacíamos el amor, como el perro que espera a su amo en el portal, la esperaba con la correa en la boca, deseoso de que me la volviera a poner. Me imaginaba, un día, uno que presentía cada vez más cercano, cuando ella no volviera a querer hacer el amor conmigo. Me imaginaba aullando como lo hacen los lobos. Ella se iba a lo de una amiga, a lo de la madre, dormía en el estudio y, eventualmente volvía… y hacíamos el amor como si fuera la última vez… y fueron muchas últimas veces.
Aquel día, no quise cambiar las sábanas por las dudas de tener que recordar su aroma al día siguiente, ese perfume especial que emanaba su piel. Comenzaba a resultarme cansador esto de “estamos pero me voy a ir, algún día me voy a ir”. Sobre todo porque yo, que me había ido también muchas veces, esa vez me quería quedar.
Me desperté varias veces en la ambulancia camino al hospital. Pero pasé la mayor parte del tiempo desmayado. En alguno de los sueños recordé aquel viaje a Tandil… El fuego crujía dentro de la salamandra. Ella se aferraba con las dos manos a la taza de café con licor. Yo estaba distraído. Ella no quería interrumpirme en lo que sea que yo pensara. Yo solo pensaba en ella, en sus labios, en sus ojos, en esas veces cuando sonreía, en saber que en ese mismo momento ella era feliz. Fueron mis manos, las que de la misma manera en que ella aferraba la taza, se ferraron a su rostro. La besé. La besé mucho. Ella me besó mucho. No teníamos ganas de separar nuestros cuerpos uno del otro. Hicimos el amor casi sin sacarnos la ropa. Domrimos un ratito más sobre el piso alfombrado de la cabaña abrigados al calor del fuego.
Blanco, negro, flash de luz, blanco, negro, blanco otra vez… ruido, ruidos, voces que conversaban lejanas como si lo hicieran en un pasillo. ¿Había escuchado una sirena?... Estaba en la cama de un hospital. ¿Quién les había abierto la puerta? Recordaba haberme electrocutado como todo un pelotudo pero… cómo habían entrado a mi departamento. ¿Habría sido ella? ¿Había vuelto?
De la misma manera que uno no quiere despertarse de un lindo sueño, que uno quiere seguir soñando… yo soñé y,  ella soñó, y tuvimos nuestra historia de amor… con la que a su vez alguna vez habíamos soñado cada uno por su lado. Qué lindo que era todo eso de “Para siempre”…“Nunca te voy a olvidar”. Hacía muy poco, entre besos, café y tostadas, mientras nos enredábamos una vez más en la cama, me había dicho: “siempre te voy a amar”. Recordaba la ternura que había sentido por la inocencia de aquellos ojos que me miraban emocionados y convencidos de las palabras que sus labios pronunciaban en perfecto castellano. Al desayuno, le siguió más amor y al amor más promesas disparatadas… Pero desperté, finalmente, solo, en la cama del Hospital Naval. Pero se acabó, se había acabado, ya hacía unos días, sino un mes, sino varios meses. Se acabó como se acaba un rollo de papel higiénico. Se fue, como un tren por la vía, pero que no volverá... que quedará en el cajón de "algún día", aunque todo indique que ese día jamás llegará. Se fue y cambió su presencia por una carta fría, dos líneas, una firma, sobre un papel que supo ser doblado al medio.
“Basta para mí, basta para todos”- pensé, mientras me terminaba de despertar. ¿Era de día, de noche, cuánto tiempo había estado en el hospital, había venido Julieta, mi vieja, mi hermana, le importaba a alguien? ¿Quién había habierto la peurta par ami rescate?
 “No te cases ni te embarques”… susurró a mi oído. La tomé de los pelos y la metí conmigo en la cama. “¿Ya te vas?” – “Si, estoy llegando tardísimo”. Una mano intrépida buscó su punto de “ok solo 10 minutos” bajo su falda. Me había quedado dormido de nuevo. Estaba en el hospital, en bolas, electrocutado, pero lo que me preocupaba, lo que quería descubrir, era si por alguna razón ella había vuelto. Aunque sea que estuviera enterada que por culpa de su carta, y de haberse llevado el dvd, yo estaba en el hospital. Que supiera que estaba solo, abandonado, electrocutado, mojado y triste... y que quería que vuelva.
Era tan linda cuando sonreía. Media hora más tarde saldría al trabajo, se transformaría, como un rol, como un papel a interpretar, no era disparatado el hecho de que le hubiera gustado ser actriz. Julieta Cats. Contadora. Pasaría la mañana jugando un papel que le permiera ocultar que no podía dejar de pensar en mis manos sobre su piel.  “Ella reía entre mis sábanas, gemía, mientras me hacíamos el amor. Reía... llevándose un poco de mi soledad y de mi aire con sus ausencias”
Unos meses más tarde viajaría a Europa… “Muy lejos de tus ojos salgo a caminar,  que lindo se ve todo desde el puente Waterloo- London. Me prendo un cigarrillo y quizás me fume dos, antes de perderme en aquel bar irlandés, muy lejos de tu boca, lejos de tus besos, lejos de tus cuentos que ya no me hace bien. Que no te extrañe, que ya no te extrañe, siempre te extrañé más cuando estaba con vos. Nena, no me hagas daño, estoy algo cansado de tu amor. Ya no me lastimes más, hoy quisiera volver lejos de vos. En las paredes grises de Paris Momparnase encontré los recuerdos de mi juventud. Saint Germnan des Pres “prie por moi”... esta niebla me persigue con nostalgia y soledad y quisiera volver muy lejos de vos. No puedo a colgar ese candado en aquel puente que me ate a tu amor. No, si vos no estás aquí conmigo. Voy a perderme en los bares de copas, hablar francés, mentirme en ingles, porque ninguna en parís es como vos... Nena no me hagas daño, ya estoy algo cansado de tu amor. Hoy quiero volver lejos de vos”.
Los años pasaron, algunos más de prisa, otros lentamente, tuve un hijo, planté un árbol, publiqué un libro. Nunca volví a encontrar la carta. Ni a ver a Julieta.

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