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9 de agosto de 1999,  Roma, Italia. Se oyó un grito que provenía del firmamento. Un joven se armó de valor y esperanza. Provisto de fuerza y coraje se enfrentó a la vida; ella lo esperaba. La muerte observó el combate en silencio, pudo haber participado si así lo hubiera querido, pero fue tan bello el combate entre el joven y la vida, que prefirió esperarlo y agarrarlo una vez cansado. El joven mientras luchaba con la vida se perdió, nunca más volvió, la muerte le sigue esperando.
Apagué el televisor. La desaté con cuidado y quité su mordaza.  No me costó mucho convencerla, estaba aterrada y aparentemente sin nadie a quién recurrir. Me resultaba difícil de creer que tras diez años en aquella ciudad no tuviera a nadie. Pero claro que su profesión no era una que atrajera muchas amistades. ¿Algún cliente? Nada… ¿Por qué alguien querría matarla?
No soy de tomar prisioneros, me pagan por matar sin hacer preguntas. Había algo que no me cerraba. Ya por esos años no cobraba barato, me habían pagado mucho dinero por matar a una prostituta callejera. Podrían haber contratado cualquier matoncito por dos monedas. Yo no hablaba italiano ni ella español, pero procuramos entendernos. Era vital para ella que me siguiera la corriente.
Solange- su verdadero nombre era Laura Vivianni, pero en ese momento era aún Solange- era petisa, no llegaba al metro sesenta; culona; con los melones operados, algo típicos pero perfectos; cara mestiza; morena, de pelo castaño. Sus rasgos y facciones indicaban la procedencia de un progenitor blanco y otro de color. Me gustaron sus labios, rojos, carnosos y sus ojos verdes, que parecían saltarle de la jeta. Era atractiva, claro está, sobre todo vestida con esa minifalda ajustadísima y corta y ese top con trasparencias. Pero no era del tipo de mujer por la cual matar. Lo que quiero decir, es que no valía mi cachet y eso me generaba desconfianza y una curiosidad extrema. ¿Me estaban observando?
Cuando logré calmarla, entendí que a pesar de su nerviosismo, ella no tenía idea de lo que estaba pasando. En la calle circulan muchas historias y abundan los psicópatas. La había secuestrado, era natural que no lo tomara de forma serena. Sin embargo, mientras pasaba el tiempo, parecía llevar mejor la situación. Ninguno de los dos confiaba en el otro, pero por momentos pudo parecer que estábamos del mismo lado, metidos en la misma situación, dos personas involucradas en un triller del cual tenían que escapar y para eso necesitaban unir fuerzas y descifrarlo.
La convencí de que lo mejor era esperar la mañana antes de tomar cualquier decisión. Llegado el caso, era mejor abandonar el hotel durante el rush hour de la mañana y no en la quietud de la noche. Por la ventana podía observar la Via Firenze, contrariamente a lo que sucedía durante el día, aquella madrugada se encontraba completamente vacía, seríamos presa fácil para cualquier otro asesino que esperase agazapado en una sombra.
Nos recostamos a esperar el día. Supongo que su instinto de supervivencia la llevó a usar la herramienta que mejor usaba para sobrevivir. Sin mediar palabra, se acurrucó contra mí, descendió lentamente por mi cuerpo, me abrió la bragueta y comenzó a practicar sexo oral. Y la chupaba bien, muy bien. Al principio, me dejé llevar porque me convenía que ella creyera que estaba a cargo de la situación, que se confiara, cuanto más confiada estuviera ella más libertad de acción tendría yo, regla de manual. Pero debo confesar que rápidamente comenzó a gustarme, era una verdadera gata, terriblemente sexy y hacía muy bien lo que me estaba haciendo.
No podía permitirme eyacular, menos teniendo en cuenta lo que iba a hacer. Si hay algo difícil de limpiar son los restos de esperma. Dejarlos en la escena de un crimen hubiera sido muy pelotudo. No iba a poder resistir mucho más. Tomé su rostro con ambas manos, la traje hacia mí, la besé. Esperé que bajase un poco la presión acumulada en mi pene mientras peleaba para que sus manos no se apoderaran de él, no fue fácil. Ella estaba decidida a hacerme acabar y yo tenía unas ganas tremendas de hacerlo. No llegaba al arma en la mesa de luz, la navaja en el bolsillo de mi pantalón había quedado a la altura de mis tobillos. La besé una vez más, qué tierna muchacha. En un movimiento rápido golpeé su garganta con mi codo de forma lateral, a la altura de la traquea. La asfixia instantánea la hizo incorporarse, aproveché para tomar el arma, un almohadón y dispararle en la sien. No pudo hacer nada más que mirar atónita. Luego del impacto cayó al piso sobre el borde de la cama, su cabeza quedó apoyada en el almohadón de manera que parecía que hubiera dormido allí en el suelo.  Me levanté, subí mis pantalones. Me moría por prender un cigarrillo pero es otra de las cosas que dejan evidencia rastreable. Si algo sabe un asesino profesional, es que debe actuar como si nunca hubiera estado en la escena del crimen. Había roto varias reglas aquella noche.
La había seguido hasta la habitación de aquel hotel con la esperanza de que el cliente que la esperaba allí me resolviera el misterio que me había intrigado desde que la vi por primera vez. Había esperado en el descanso de la escalera y aprovechado a irrumpir luego de que su cliente se retirara. Por cierto, el cliente era un oficial de policía de segunda línea, no le daba el salario para mi contrato. La había sorprendido de espaldas cuando tomaba su cartera para continuar hacia algún otro cliente y la había atado y amordazado en el piso. Un rato largo estuve esperando sin saber que hacer y con la duda carcomiéndome la cabeza. Por eso decidí desatarla y hablar con ella. Había una cosa que sí sabía: que la curiosidad mata al gato y que, pasara lo que pasara, yo habría de matar la gata. De no hacerlo, el próximo asesinato por encargo iba a ser el mío. Pero me resultaba todo tan extraño, incluso creí que era una trampa, que me estaban timando o jugando una broma, que me estaban probando. Nunca supe quién ni por qué mando a matar a esa prostituta. Me pagaron bien, como solían hacerlo y por adelantado. Lo hice. Tomé el tren de la mañana y por la tarde estaba nuevamente cursando Comunicación Social en París VII.
Esa noche cené solo en mi cuarto, macarrones pre cocidos y una copa de vino tinto. Estuve a punto de contratar otra chica para que terminase lo que Solange había dejado inconcluso. Me masturbé pensando en ella. Esta vez si eyaculé, sobre la misma mesa donde había cenado y que hacía las veces de escritorio. Dormí placidamente esa noche, pero la duda y su recuerdo me quedaron para siempre. La gente con mucho dinero suele hacer cosas caprichosas, a veces, solo por que sí, solo porque puede. Sospecho que se trató de algún millonario de esos que juegan a la buena familia, que luego de acabar en su boca sintió la culpa de haberlo hecho con una puta y siquiera tuvo los huevos para matarla el mismo. Que se yo… andá a saber. Pero algo de eso me parece que hubo. 

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