La angustia de Fabricio

https://baccaroblog.wordpress.com/2016/02/06/la-angustia-de-fabricio/

Cuando conocí a Fabricio, encontré a un tipo sufrido, una queja muy extraña lo acechaba desde hacía tiempo. Su mirada se perdía en cavilaciones y desaparecía del café. Don Fabricio- como me gusta llamarle aunque mis colegas me digan que suena a viejo- llevaba una vida normal, a punto de ser abuelo. Tenía un buen trabajo, llegaba a casa temprano para estar con su familia gozadora en su totalidad de una buena salud, disfrutaba como buen argentino clase media alta de hacer asado los domingos en el patio con pileta de su casa. A su edad, sabía ya que eso era sinónimo de felicidad. Sin embargo, ahí estaba la angustia.
Todas las mañanas, antes de entrar a trabajar, hacía una parada de a veces hora y media en el café para dedicarle tiempo a ese dolor que venía trayendo en su espalda y cabeza durante ya más de una década. Entraba al saludo corto de un “buen día”, seco y opaco como su rostro. Tomaba el diario que jamás leería del mostrador, pedía un cortado a la pasada y se sentaba en la primer mesa junto a la ventana… o en la segunda si la primera estuviera ocupada (cosa que rara vez sucedía). Sentado, esperaba sin querer queriendo a que se enfriara el café con la vista perdida entre la portada del matutino y el borde de la mesa. Por momentos, recostaba su rostro sobre alguna de sus manos, o ambas, acodadas en el borde en un equilibrio mágico. Por momentos solo se cruzaba de brazos.
La primera vez que le serví el café en la mesa, pensé que esperaba a alguien. A la tercera, pregunté al encargado cuál era la onda con el tipo este. Pero no supo responderme, realmente a nadie le importaba lo que hiciera Fabricio en esa hora, hora y media sentado en el café. Ni a los demás pasajeros, ni al personal. Pero a mi sí. Al mes de trabajar allí, ya me estaba volviendo loco. Empecé a sacar y tramar todo tipo de conjeturas. Lo que voy a contarles a continuación, no me genera ningún orgullo, pero comencé a seguirlo después del trabajo. Yo salía una hora antes que él. Él, trabajaba en la SOMSA- una fábrica de colorantes- era jefe de algún sector administrativo, justo a la vuelta del café, sobre mitad de cuadra, mano de enfrente.
Fabricio salía del trabajo e iba derecho a su casa, todos los días, a las 16. Supe que tenía un auto viejo, de la marca Ford, conservado al tipo “inmaculado”. Pero para ir y venir de su caserón en Villa Pueyrredón hasta la fábrica en Boedo lo hacía en colectivo. Yo lo seguía en mi ciclomotor, también algo viejo, había sido de mi hermano mayor. He pasado horas frente a su casa, viéndolo en su cotidianeidad familiar, hasta bien entrada la noche, noche que alguna vez pasé entera para saber que a eso de las 4 y algo suele levantarse e ir por un vaso de agua a la heladera, para volverse a acostar junto a su mujer luego de una breve parada en el baño. Desde una obra cercana, pude observarlo algún fin de semana en su patio trasero. Llegué a envidiar, sana y malignamente, la adultez de este tipo. Su familia, sus dos hijos, sus parientes de visita dominical, su andar sereno, sencillo, su sonrisa que jamás mostraba en el café.
¿Qué era lo que aquejaba a Fabricio todas las mañanas?
Una vez el cortado estuviese tan frío que bien se pudiera hacer con el mismo uno de estos famosos “frapuccinos”, se lo tomaba de un sorbo, dejaba el pago y su vuelto de propina en un generoso billete, devolvía el diario en el mostrador, miraba su reloj y partía hacia su oficina. Y yo, todos los días me quedaba con las ganas de preguntarle… pero no sabía exactamente qué preguntarle… no lo sabía en absoluto. “¿En qué piensa don Fabricio?” parecía ser la más clara de las preguntas y la que encerraba todas las demás. Pero bien podría contestar “que te importa pibe” o en su defecto, más educadamente: “nada, nada… cosas…”
Debía hacerle una pregunta de la cual no tuviera escapatoria. En un lugar, del mismo tenor. Por ejemplo en el baño, de mejitorio a mejitorio. Pero jamás iba al baño. En tres meses y medio, de lunes a viernes, jamás había ido al baño del café. Seguro lo hacía al entrar en la fábrica. ¿Cuál era entonces la pregunta y cuál era el momento? No podía pensar la solución correcta a pesar de pasar el día haciéndolo. Al cabo de los seis meses yo me había transformado en otro Don Fabricio, siempre cavilando, con la vista perdida, al punto de que me llamaran la atención por hacer mal mi trabajo. Pero yo sabía en qué pensaba, pensaba en qué pensaba él.
Padecía una enfermedad extraña. No, lo hubiera notado cuando lo seguía a su casa, nunca una visita al médico, ni ningún otro tipo de parada, siquiera para hacer un mandado… eso era raro también. De hecho, fumaba, pero nunca lo vi pasar por el quiosco a comprar cigarrillos. ¿Se los compraba la mujer junto con los mandados?. La carne del asado de los domingos la traía su hijo mayor, las demás compras las hacía su mujer. La única parada que le sabía hecha más allá de su casa o su oficina era el café a la mañana. Tampoco solía salir, al cine, al teatro, a un restaurante, o ir a visitar a alguien. Era raro este Fabricio. Como dije, fuera del café siempre se mostraba tan sencillo como feliz, esbozando una sonrisa sutil pero sincera. No era cáncer ni nada parecido.
Si fuera la enfermedad de su mujer, o alguno de sus hijos. Tampoco. Me hubiera dado cuenta. Hubiera salido a la luz en algún momento. Ya no sabía más que hacer. Tenía que preguntarle. Una mañana, ya en diciembre y luego de 8 meses, lo encaré antes de que parta: “Don Fabricio ¿Le puedo preguntar algo?”- le dije, claro que respondió lo que yo había supuesto antes de hacer una pregunta tan estúpida como preguntarle a alguien si se le puede preguntar, cosa que igualmente hice- “Ahora no amiguito, estoy apurado, llego tarde a una reunión”. Me gustó el tono en el que dijo amiguito. Saber que tenía una reunión podía significar solo una cosa, que el tiempo que tomaba todas las mañanas en la abstracción de sus pensamientos fuera nada más y nada menos, el tiempo que tomaba para preparar sus reuniones matinales. Problema resuelto, no me terminaba de convencer, pero “problema resuelto”. Renuncié al café una semana más tarde y por algún tiempo no supe más de Fabricio ni de ningún otro concurrente habitué del “Washinton Café Bar”.
Pasó el verano y ya entraba fuerte el otoño cuando por la tele y casi de reojo llamó mi atención una foto suya. Lo había atropellado un colectivo en una tarde de lluvia justo frente a la fábrica. Y lo que es el destino. Entre sus pertenencias encontraron un recorte de diario de hacía un poco más de diez años, muy bien cuidado en celofán, con la respuesta a todo aquel gran acertijo.
“Asesino al volante mata madre y bebe sobre avenida Independencia y se da a la fuga”. Entendí todo. Había sido una mañana casi a la misma hora que entraba a su oficina, claro que había sido él, aunque  con el recorte periodístico no fuera suficiente prueba. El hecho de que nunca más concurriera a su trabajo en auto terminaba por cerrar el caso. Les juro que me sentí Sherlock Holmes, o su médico amigo, incluso saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí rememorando a Anibal Smith de Brigada A en la parte donde dice “me gusta cuando un plan se concreta”. Caso resuelto. Bingo. Eureka. Acto seguido, la alegría se esfumó y junto con comprender cuál era la angustia de Don Fabricio, esta se hizo mía para siempre. No voy a decirles que todos los días, porque no es cierto, mucho menos a esa hora de la mañana, pero cada vez que pido un cortado, siempre recuerdo su rostro, perdido entre el diario y el borde de la mesa y me angustio un rato por él, con mi vista perdida en algún lugar imperceptible al resto y en espera queriendo sin querer de que se enfríe mi café.

 Aldo Baccaro 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Mas allá de la frontera del sol

Itau- Movistar Master Card curro

10 años