RELATOS DE UN INMORTAL. Cap aparte.

Me voy a ir, no se adonde ni cuando, pero me voy a ir... aunque mas no sea, para hacerme la idea de que estoy dejando algo. No te estoy pidiendo que vengas, no podría aunque quisiese, no te pido nada, tan solo quiero que sepas que quise ser feliz. Lo intenté.
Y está prohibido equivocarse, la vida no es reversible, hay que bancárselo piola sin chistar. No, yo no podía ser un tipo normal, de esos que andan felices por el mundo de las oficinas pasando de un día tras otro sin preocuparles nada mas.
Igualmente, gracias... sé que vos también lo intentaste. Nos veremos si nos vemos, adios.


Que tristes son las tardes de lluvia.




HISTORIA DE LA ROSA Y LA LAGRIMA.


Había una vez una rosa; encerrada en un triste y mugriento bozal de perro. Era una rosa fresca, recién cortada, de color amarillo, con un brillo azulado, al revés de esos ojos. Por sus pétalos podían observarse aun las gotas frágiles de una brisa veraniega. No sabía, la rosa, no tenía idéa de qué era lo que hacia allí dentro; ni de cómo, ni cuando fue a parar a ese agujero, a esa cueva, a esa cárcel, a esa garra que la mantenía presa del deseo. Lo cierto es que la rosa permanecía allí, en silencio. Esperaba, quizás, el amor... aunque realmente no lo creo.
Fue mucho después, aun después de que marchitara, cuando el joven la encontró y la tomo con sus manos. La sostuvo durante un rato, la contempló, parecía estudiarla con sus ojos tristes... con otro rato mas se sentiría identificado. Pero una lágrima casi perdida, de esas que parecen provenir de los recuerdos, se escapó de uno de sus ojos. Lentamente caía cuando la vio pasar junto a sus dedos. Debió haberse asustado, fue todo un solo gesto, abrió bruscamente las manos; la lágrima golpeó fuerte contra el piso, en un instante fotográfico, como una bomba al estallar, así también, fue a dar la rosa al suelo. Sus pétalos ya muertos, carentes de los colores de la vida, se esparcieron con el primer viento manchados por la gota; pareció que la rosa suspiraba en un impulso nervioso y daba su último grito, único, tardío, antes de que llegara la lluvia.
Rosa y lágrima tiñeron las primeras gotas de lluvia, fundiéndose en un color entre sepia y negro, pero luego se fueron, como si se esfumaran, desaparecieron, se perdieron. El joven apretó su abrigo por el cuello, prendió casi en el mismo acto un cigarrillo, miró al cielo, gris y feo en esa tarde; rascó por ultima vez su cabeza, tomó su bolso y subió al primer colectivo que pasaba por allí.
Pero yo me quedé allí. Había estado presente en cada momento. Yo conocía el perfume de esa rosa, pero no podría describirlo. Había sentido en persona el temblor de aquellas manos, fueron mis ojos los que vieron aquellos dedos soltar el tallo. Fue entonces mía la lágrima que estalló junto a aquellos pétalos. Y claro está que a la rosa la conocía bien, pero no había sido yo el que la había puesto en aquel estado. Quién era el joven, no lo sé, puede que haya sido yo, pudo haber sido cualquier otro o tan solo un sueño de esclavo.
Extrañaba sus piernas acariciando mis labios, extrañaba sus labios acariciando mis dedos, extrañaba sus ojos besando mis brazos y el abrazo tierno de mis ojos en su pelo. La extrañaba... y no tardé mucho en comenzar a odiarla. Debo confesar que me dio mucha tristeza ver el balde de frutas podridas, que hubieran podido ser frutillas o duraznos, pero que tan solo se pudrían y se seguían pudriendo unas con otras. Una vez mas extrañé tenerla cerca, así... como cuando su piel descansaba en mi hombro. Pero tan solo, quizás por ello, empecé a odiarla.
Enseguida, las nubes se calmaron, el cielo destiñó su celeste sobre ellas, el aire y la realidad se contagiaron de un color tornasolado. Yo me paré, apagué mi cigarrillo contra el mismo suelo que la flor y la lágrima habían tocado, apreté también el cuello de mi abrigo y partí perpendicularmente, hacia el lado contrario, de donde había ido aquel muchacho.

Aldo Baccaro
Junio 2002, Buenos Aires.

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